A ella se le ocurrió que no había mejor nombre para su gato, Leo, no como alusivo a un león, sino en honor al padre multidisciplinar de las artes y las ciencias, el gran Leonardo Da Vinci.
Con el tiempo parecía que el nombre hubiera ejercido un extraño y mágico influjo, una especie de sortilegio, pues, el minino, blanco y de angora, cada vez se asemejaba más al autorretratro de su homónimo y cada día le demostraba que era más sabio que la gran mayoría de los mortales humanos.
Obra recogida en el libro de relatos cortos "Serenidad".
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